Por Diego Fonti (CONICET-UCC)

Un científico quiere manipular los cuerpos para revivir muertos y lograr la inmortalidad. Una mujer indaga sobre investigaciones de medicamentos en África y es asesinada. Una joven boxeadora queda cuadripléjica y solicita a su entrenador que acabe con su vida. Otra mujer investiga la contaminación producida por una empresa con efectos nefastos. Una epidemia se esparce y sistemas de salud y gobiernos analizan cómo enfrentarla. Sucesores del sistema de “investigación” nazi buscan una raza perfecta. Una pareja tiene otro hijo para que done médula a su hija enferma. 

La lista podría seguir indefinidamente y cualquier persona mínimamente familiarizada con el cine de los últimos años seguramente sería capaz de vincular cada oración del párrafo anterior con una o más películas. 

Es que las películas y series han demostrado una capacidad notable de formación, no sólo de nuestra sensibilidad (la necesaria receptividad y preocupación sobre ciertas situaciones) sino también de nuestras posibilidades de deliberación (el necesario razonamiento y justificación para cada decisión). 

Como sucede con otras artes, el uso de la narrativa de las pantallas puede servir para sensibilizar y permitir mejores juicios a la hora de tener en cuenta, valorar, decidir y justificar qué hacer en dilemas relativos a la salud, la vida y la muerte; es decir, para ese campo de discusiones que llamamos “bioética”, porque afectan la vida en el más amplio de los sentidos, en su relación con nuestras capacidades tecnocientíficas y las justificaciones éticas de nuestras decisiones en su uso.

Pero no sólo sucede que la bioética recurre al cine (y al arte en general) para plantear los problemas y dilemas que nos preocupan sobre la vida, la muerte, la salud, la naturaleza, y el modo en el que lidiamos con ellas en nuestras técnicas y ciencias. 

También podría pensarse la propia bioética como una película “in progress”, que está proyectándose ante nuestros propios ojos, sin que tengamos ninguna certeza de hacia dónde irá, ni de cómo terminará.

A veces parece ciencia ficción. Otras, un documental histórico. En ocasiones, un drama de espías. Y demasiadas veces, una reconstrucción basada en hechos reales de cómo funciona el poder, sobre todo económico, en las cuestiones relativas a la salud.

La “precuela” de la Declaración de la UNESCO

Además de ser un destacado bioeticista, el brasilero Volnei Garrafa es un gran narrador de historias. Por eso, quienes en noviembre participamos del Congreso de UNESCO por los 20 años de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, estábamos expectantes cuando comenzó su conferencia plenaria. 

Y no nos defraudó. Su tema era contar la historia de los pasos que llevaron a esa Declaración de la UNESCO. 

Fue así que narró las negociaciones previas, las trabas que hubo que superar, y hasta la presión que hubo que hacer para que la delegación estadounidense lograra que Condoleeza Rice, Secretaria de Estado de Bush, aceptase algo para ellos descabellado: que la salud es un derecho humano

Y que ese derecho se funda en algo que no se ve, no se toca, no se comprueba con una reacción química o un cálculo, pero que todo ser humano, hasta en las circunstancias más duras, porta consigo: dignidad humana.

Justamente a partir de la dignidad y la integridad de la existencia humana con todo su entorno, se replantearon todos los debates y principios previos. Porque esa “película” que narró Garrafa tiene también una “precuela”: las discusiones que notables bioeticistas -particularmente latinoamericanos y del sur global- plantearon a las formulaciones que venían del mundo anglosajón; claro que es importante respetar la autonomía de las personas, que hay que evaluar el beneficio y analizar la justicia en nuestras relaciones clínicas y de investigación, a partir de protocolos e instituciones. 

En El jardinero fiel una activista asesinada investigaba a una multinacional farmacéutica que usaba a la población local como conejillos de indias para probar un fármaco contra la tuberculosis, con efectos secundarios devastadores.

Pero hay situaciones previas, que anteceden al vínculo sanitario institucionalizado y son condiciones estructurales de las sociedades en un mundo desigual: cuestiones relacionadas con las condiciones básicas de vida (alimentación, hábitat), de capacidad y formación de las personas (educación), condiciones económicas y sociales. Son condiciones indispensables, anteriores a cualquier discusión institucionalizada. 

Y que esas condiciones son tarea fundamental de cualquier Estado porque responden a derechos que se deben garantizar. Sobre todo en los Estados que se precian de ser democráticos.

Esa “precuela” llevó a incluir en la Declaración cuestiones tales como la universalidad del acceso a los bienes del conocimiento en salud, la maximización de los beneficios y minimización de los daños, el respeto intercultural, y otros enormes principios que son una guía básica para cualquier análisis hoy del vínculo entre salud y ciencia.

Una carta desde Florianópolis

Es que de eso se trata, de que la salud es un derecho humano fundamental. No tiene que ver con la capacidad de pago de alguien, o del valor social de alguien, sino de los derechos a la salud que tiene todo ser humano. Derechos que, por cierto, están siendo atacados de formas notables. 

Por eso el Congreso terminó con una carta en la que se señala que este modelo de capitalismo está dañando las instituciones encargadas de proteger los Derechos Humanos (particularmente al garantizar nuestro acceso universal a la salud), aumentando desigualdades y violencia (por racismo, género), dañando la soberanía y recursos naturales de los países más dependientes, y sobre todo atacando los marcos éticos que regulan la investigación y el tratamiento en salud. 

Esta desprotección se ve también en cómo las nuevas tecnologías se aprovechan de la falta de regulaciones y la exposición de la propia ciudadanía.

Pero, con todo esto, la “película” de la bioética se vuelve interactiva. También nosotros podemos incidir en cómo se desarrollará. 

A diferencia de las narraciones cerradas y acabadas, en esta historia está involucrada nuestra vida y la de las generaciones que nos seguirán. De ahí la responsabilidad que nos compete.

Como diría Charly, qué se puede hacer salvo ver películas. Solo que en ésta, nosotros podemos ser los protagonistas.

La película Erin Brockovich narra un caso de contaminación de aguas subterráneas empleadas para el consumo humano en una pequeña ciudad al sur del estado de California.

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