Hay fotos que lo son todo. Que condensan en un solo cuadro el espíritu de una época, la verdad de un alma, la cruda realidad de un instante.
Y Alberto Korda fue el hombre que supo capturar esos momentos como nadie porque a través de su lente, su mirada se convirtió en el espejo de una Cuba en plena ebullición.
Y si bien su nombre quedó inmortalizado junto al rostro del Che Guevara en uno de los retratos más icónicos de la historia, hay otra imagen, menos conocida pero más profunda, que define la esencia de su trabajo y el quiebre en su propia vida.
La foto del Che, la del 5 de marzo de 1960, lo muestra serio, adusto, con la vista fija en la procesión fúnebre de los muertos que dejó el atentado al buque francés La Coubre y es una de las diez mejores fotografías de la historia, sí.
Pero antes de eso, incluso mucho antes de retratar a Sartre, a Neruda o a García Márquez, Korda fotografió a una niña que, sin saberlo, le cambió el rumbo.
La niña que abrazaba un leño
Todo ocurrió en Sumidero, un pueblito de Pinar del Río, un asentamiento tabacalero centenario. Korda había llegado allí casi por casualidad, en un encargo publicitario para una fábrica de cosméticos.
En medio del trabajo, su ojo se detuvo en una nena de unos dos años, apoyada contra una pared enmohecida. Tenía los ojos grandes y negros, fijos en la cámara, y abrazaba un pedazo de leño envuelto en papel de diario.
Intrigado, Korda se acercó y le preguntó qué era lo que tenía en los brazos. La respuesta fue un eco de ternura y crudeza: “Es mi muñequita y se llama Nene”.
La niña se llamaba Paula María Seijó Loaces. La foto, por siempre, se llamaría “La Niña de la Muñeca de Palo”.
La historia detrás de la imagen era la de miles de familias campesinas: el padre, Fortunato Ferro, había llegado a Sumidero en 1952. La vida era dura, la lucha, diaria. Apenas les alcanzaba para vestirse, y una muñeca de trapo, ni qué decir una de verdad, era un lujo impensable.
Paulita, cuenta su hermana Aracelis, tenía una imaginación sin límites: sus juguetes eran botellas con trapos, tusas de maíz con huequitos por ojos, y ese trozo de madera que llamaba Nene.
Una foto, un quiebre, una campaña
Korda no fue el mismo después de esa foto. Él mismo lo confesaría: el retrato de esa niña, con su leño y su imaginación, lo habían convencido de que debía consagrar su trabajo a una revolución que transformara esas desigualdades.
Entonces, se acabaron los trabajos comerciales y a partir de allí, su lente fue testigo y cómplice de la gesta revolucionaria. La miseria que vio en los ojos de Paulita se había convertido en su motor.
La foto se publicó por primera vez el 2 de septiembre de 1959 en el periódico Revolución, bajo el título “A esta niña no podemos olvidarla“. No fue solo una imagen; fue un grito. Se convirtió en el estandarte de una campaña: “Ni una niña sin muñeca en la Navidad de la libertad“, que buscaba llevar juguetes a todos los niños pobres de Cuba.
Korda y los Seijó Loaces se hicieron familia. Pasaron diez años hasta que el fotógrafo pudo volver a verlos, pero a partir de ese momento, su presencia se hizo más frecuente.
Con el tiempo, Korda y Paulita se reían y compartían una relación que su hermana Aracelis describe como de padre e hija.
Un legado en la memoria
El tiempo siguió su curso. La familia perdió a la madre. Aracelis, con solo nueve años, asumió el rol de sostén materno. Paulita, la niña de la foto, creció y se hizo enfermera, la más querida de Sumidero.
Pero el destino, caprichoso, le tenía preparada otra vuelta. En 1979, con 21 años, a punto de cumplir 22, murió de leucemia. Un tiempo antes, había cumplido su sueño de casarse.
Hoy, la casa donde Korda llegó por equivocación en 1959 sigue en pie. Y el madero, aquel que Paulita llamaba Nene, todavía está allí, como una reliquia, un tesoro familiar, como el testimonio mudo de una historia que cambió una vida, la de un fotógrafo, y que encendió una chispa en el corazón de una revolución.
Porque a veces, una sola imagen, un trozo de madera en los brazos de una niña, puede ser más poderosa que mil palabras.
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